lunes, 16 de enero de 2017

El taller de flamenco

       



          La primera vez que vi eso de "Taller de Flamenco" me quedé algo confuso. No sabía si era un sitio donde se podía arreglar unos trastes de guitarra o unos volantes de un traje de flamenca. 

          Había una época en la que cuando alguien quería aprender flamenco, se iba a un maestro. No había muchos, pero eran buenos docentes, los cuales, - cuando un alumno destacaba mostrando interés por aprender, - se esforzaban aún más en enseñar.

         Mi maestro fue Antonio López Buzón, más conocido por Antonio Osuna.  Fue el primero que me guió por el camino de la guitarra flamenca. 

          Me hace gracia algunos "investigadores" que  distorsionen tanto la historia;
tirando de archivos en los que otros "flamencólogos" escriben copiando a otros tantos. Y raras veces aciertan. Antonio Osuna no vivía en el Cerro del Águila, como dicen algunos. 

          Fue en la calle Campamento de San Bernardo en Sevilla donde tres veces por semana recibía sus clases durante los tres meses que estuve con él. Conmigo se "mosqueaba" un poco, pues decía que cogía muy ligero las falsetas. A casi todos les ponía una falseta por clase y a mí tenía que ponerme dos. Claro que en aquellos años de juventud me llevaba todo el día practicando.  De él también aprendí que no hay que enseñar el pulgar de la mano izquierda; cada vez que me lo veía, chorlito gordo que me daba en el dedo. De sus clases salieron muy buenos guitarristas.

          Tenía un toque muy flamenco, un buen pulgar; quizás por ello le decían el Peana. Aunque nunca escuché ese alias hasta muchos años después.

       "La Academia de Baile", en la cual, el guitarrista si no lo llevaba ya en la sangre, era donde aprendía a tocar para el baile y al mismo tiempo para el cante: "El Compás". 

         En poco tiempo se aprendía sin ir al conservatorio, sin necesidad de saber lo que eran compases binarios o terciarios. A base de repetir una y otra vez soleá, alegrías, tangos, bulerías, tarantos, etc. Aquello que aprendí de Antonio Osuna, lo podía expresar de la teoría a la práctica.

          No hace mucho tiempo, pasaba por la calle y escuché como golpes acompasados. Me llamó la atención y entré en una casa que se encontraba abierta, tenía largos corredores y algunas puertas y de una de las cuales se oían esos golpes... me asomé por una ventana que había y vi a una persona vestido todo de negro, con chaleco, con patillas largas, sombrero negro y un bastón golpeando el suelo entarimado...TÁ,  ta,  ta, TÁ,  ta,  ta,  TÁ,  ta,  ta, TÁ. Cinco o seis mujeres taconeando (creo que todas guiris) TÁcatacatacaTÁcatacatacaTA. Asomado a aquella ventana estuve cuatro o cinco minutos viendo el panorama y nunca cambió el ritmo ni el compás.

           Me fui pensando que tal vez aquello fuese una clase de flamenco, quizás mi mente se hacía un juicio apresurado de la situación, quizás era así la nueva enseñanza. También iba pensando que en aquella clase faltaba estímulo incondicional; aquellos movimientos corporales estaban automatizados.

          El flamenco siempre se ha caracterizado como una expresión inmaterial, es algo inexplicable...tiene que salir del alma.

          

          





  

martes, 10 de enero de 2017

La velocidad del tocino



          Ya estaban algo mayores, pero aún se valían por sí mismos.

           Aunque él en la cocina era completamente nulo, siempre estaba dispuesto a echar una mano a su mujer. 

          Ella tenía tanta energía y actividad que a veces daba hasta miedo estar a su lado.
       
          La noche anterior dejó los garbanzos en remojo con mucha agua. Y le dijo a su marido:

          - Te quedas pendiente del cocido, que voy al pescadero a ver si llego temprano para tener la cena esta noche. 

          Ella ya lo tenía todo preparado; había echado en la olla todos los ingredientes; la carne, el pollo, el tocino, el chorizo, la morcilla, etcétera... y le dijo:

          - Ve quitando la espuma que vuelvo enseguida.

          Él, viendo al lado el tocino tan tierno que tenía en un plato, fue a darle un mordisco y se le escurrió tan rápido, que no le dio tiempo a echarle mano cuando ya el tocino tomó tal velocidad, que desde la cocina se encajó en la puerta de entrada en un santiamén. Del zaguán salió a la calle, justo en el momento que llegaba ella de la pescadería. 

          Vio al marido que iba muy apurado queriendo atrapar al tocino que ya se encaminaba hacia la plazoleta. 

          Los pájaros revoloteaban alrededor del único árbol que quedaba en pie. Cuando vieron aquel manjar pasar delante de ellos tan rápido, no dudaron en ir a por él.

          Pero ella, llegó antes que él a la plazoleta y... como también había comprado el pan, al mismo tiempo que corría le iba echando migas a los pájaros. De tal forma que no sabían si ir a por el tocino o ir a por las migas. 

          Momento en que ella aprovechó para atrapar al tocino que ya se encaminaba hacia una alcantarilla.

          El marido que llegaba detrás casi corriendo, le dio tal empujón que el tocino cayó de nuevo al suelo. Un coche que pasaba en ese instante, se llevó con la rueda la mitad del tocino. La otra mitad salió disparada hacia un balcón en la que habían dos mujeres viendo toda aquella escena.

          Se miraron sorprendidas y le dijo una a la otra:

          - ¡Ea, ya tenemos el tocino pa la pringá!

          Quisieron coger en vuelo lo que quedaba del tocino, con tan mala suerte que el gato que tenían se olió la "tostá" y de un salto atrapó el tocino, pero en el vuelo no previno la caída. 

          Los pájaros que quedaron viendo todo lo que se formó en un momento en la plazoleta, vieron como un gato se les venía encima. 

          El gato que entre el tocino y los pájaros prefería a estos últimos; soltó el tocino que llevaba entre las uñas y de nuevo se vio en la plazoleta a merced de sus dueños, que no daban crédito de ver cómo pasaba de un lado hacia otro.

          Los dos fueron a por el tocino, al mismo tiempo que se les resbaló de las manos y se escurrió de nuevo. 

          Esta vez tomó una calle adoquinada y algo mojada, con lo cual el tocino tomó aún más velocidad. 

          La gente que estaban en los bares salían a la puerta viendo que lo que parecía un ratoncillo blanco, no era otra cosa que un tocino.
        
           - ¿Habéis visto el tocino la velocidad que lleva? - se decían unos a otros.

          Al final, volvieron a casa y se comieron la pringá sin el tocino.

          Nunca más se supo de él; no se sabe si los pájaros, el gato, o fue una alcantarilla quien se lo tragó, lo cierto es que... fue tierno mientras duró.

          Y es que se dice: "No tiene nada que ver el tocino con la velocidad"

          Pero en este caso que hemos visto en concreto, sí tiene que ver...

          Y mucho.